(Por
Marcos Giralt Torrent - 28/05/2011)
Desde el paseo marítimo de la playa de Ipanema en Río de Janeiro hasta la ciudad utópica de Brasilia. El frenesí económico de São Paolo y la riqueza mineral de Belo Horizonte. Brasil, de todos los colores.
Para quien no ha estado antes en Brasil, resulta difícil no llegar con algunas ideas preconcebidas. Brasil es uno de esos lugares que todo el mundo cree conocer antes de poner el pie en ellos. Como todos los estereotipos, el de Brasil está hecho de una porción de verdad, de unas cuantas fantasías, de no pocas exageraciones y de importantes olvidos. Es cierta, por ejemplo, la pasión futbolera, es cierto que en la mayoría de sus ciudades existe esa hipoteca humana y urbanística que representan los barrios de favelas, es cierto que la samba, las carrozas de carnaval y los minibikinis son productos típicamente brasileños, y sin embargo es posible estar en Brasil sin oír hablar de fútbol, sin tener un encontronazo con la violencia que fermenta en las favelas, sin pisar la playa y, por supuesto, sin ir al carnaval. Y si mantuviéramos los ojos abiertos, no por ello nos perderíamos la esencia del país.
Acaso el tópico más cierto sea aquel que habla de la hospitalidad brasileña y que Adolfo Bioy Casares, el escritor argentino, resumió con estas palabras en un hermoso librito titulado Unos días en Brasil: "Los brasileros resolvieron -habría que saber cuándo, o si les viene de sus padres portugueses- jugar a las similitudes y no a las diferencias. Ven el horizonte repleto de barcos rebosantes de arracimados alemanes, libaneses, japoneses y les gritan: '¡Bienvenidos!', abren los brazos, los encuentran hermosos, parecidos a ellos". Además de esa hospitalidad, que explica el mestizaje y el fuerte sentimiento identitario que todos los brasileños comparten independientemente de su origen, sigue siendo justa -pese al crecimiento en los últimos años de la clase media- su fama de país clasista, con una tremenda brecha social entre los millones de desposeídos y los que cortan el bacalao, los latifundistas, los madereros, los propietarios de minas, los financieros...Y es asimismo exacto algo a lo que no se alude con frecuencia pero sin lo cual es imposible entender Brasil: la religiosidad de sus habitantes. En Brasil casi todo el mundo profesa una religión y a veces varias. Este fuerte acervo religioso es aún mayor que en Estados Unidos, que ya es decir, y explica buena parte de las virtudes y los defectos del carácter de los brasileños.
Quien aterriza hoy en un aeropuerto brasileño percibe de inmediato que está en un país próspero. Las carreteras de acceso a las ciudades son más que decentes, el tráfico es abundante y la atmósfera parece libre del fuerte olor a plomo que genera la combustión de las gasolinas utilizadas en el Tercer Mundo. Brasil es uno de los pocos países que no ha sufrido la crisis económica mundial. No solo eso: su crecimiento el último año fue superior al 7%. La parte mala de este milagro es que su moneda, el real, está tremendamente sobrevalorada, lo cual se traduce, para el que llega de fuera, en que nada resulta barato. Prácticamente no hay paro, pero los sueldos son bajos y la población se endeuda hasta para comprar un jersey.
01 Belo HorizonteUna buena puerta de entrada a Brasil puede ser Belo Horizonte, la capital del Estado de Minas Gerais, quinto Estado en extensión del país, del que procede uno de los pilares tradicionales de la economía brasileña: la minería. La ciudad de Belo Horizonte, emplazada en un valle montañoso, anodina, orgullosamente provinciana, punteada de rascacielos y con tres millones de habitantes, se fundó al arrancar el siglo XX y no es interesante en sí misma, pero sí da, en cambio, por su mastodóntica condición de secundaria, la medida de las verdaderas dimensiones del país, y, sobre todo, sirve de punto de partida para algunas excursiones que nadie lamentará. En Minas Gerais hay ciudades coloniales, abigarradas de tesoros barrocos, que llevan en sus nombres el mineral que pagó tanta riqueza de iglesias, tallas, calles empedradas, plazas, esculturas... Ouro Preto, la antigua capital del Estado, a 100 kilómetros al suroeste de Belo Horizonte, y Diamantina, a 180 kilómetros al Norte, son especialmente recomendables, pero quien vaya con prisa puede conformarse con Sabará, a tan solo media hora en coche. Los jesuitas portugueses, que señorearon la propagación del catolicismo en todo el sur del país hasta su expulsión a mediados del siglo XVIII, dejaron aquí tres iglesias que sorprenden por la opulencia de sus interiores tanto como por la influencia oriental de algunos de sus motivos y ornamentos.
Aparte de oro y diamantes, las tierras de Minas Gerais son ricas en hierro. No hay ninguna ciudad llamada ferrosa, pero el hierro está unido a un lugar que no debe dejar de visitarse, el museo-jardín de Inhotim, una excentricidad de su propietario, antiguo magnate del hierro, que alberga la que es probablemente la mejor colección de arte contemporáneo de toda Latinoamérica. La escala del complejo, más de veinte sofisticados pabellones dedicados a la exposición de instalaciones, diseminados junto con esculturas y vanguardistas edificios de servicio a lo largo de un bellísimo parque de 45 hectáreas, resulta difícilmente asimilable. Ningún rico podría permitirse semejante exceso en Europa. Tampoco la escasa rentabilidad que se adivina: 800 empleados para una media de visitantes que no debe de sobrepasar los 20 diarios. Si por un lado tanta exhibición de riqueza podría parecer obscena, por el otro consuela que semejantes recursos se empleen en lo que se emplean y no en el mecenazgo, por ejemplo, de una carrocería de Fórmula 1.
Por último, una visita a Belo Horizonte y alrededores no debe dejar de lado dos edificios históricos de Oscar Niemeyer, de cuando su estilo aún hundía vigorosamente sus raíces en el movimiento moderno: la capilla de São Francisco, en Pampulha, y un edificio de apartamentos en el centro de Belo Horizonte.
02 Río de JaneiroParada obligada de cualquier viaje por Brasil es Río de Janeiro. Buena parte de los lugares comunes acerca de Brasil son, en realidad, cariocas. ¿Quién no tiene una imagen de Río con el Cristo del Corcovado en las alturas? ¿Quién no ha oído alguna vez los nombres de Copacabana o Ipanema? La ciudad del carnaval más famoso del mundo, la ciudad-playa por antonomasia. Como dice el escritor brasileño Ruy Castro en su libro Río de Janeiro. Carnaval de fuego, "Río reduce a todo el mundo, no importa el origen, el éxito o la clase social, a una camisa con los faldones fuera, unas bermudas arrugadas y unas sandalias". Lo cual es en parte cierto, pero no deja de ser también un tópico, y Río, como todas las ciudades que han devenido iconos, se sacude los tópicos de encima a poco que se pasee por sus calles parcheadas de edificios de todas las épocas. Como tantos lugares, Río ha sufrido en su fisonomía la piqueta de políticos ignorantes que han querido dejar constancia de su paso por el poder a costa de destruir la herencia arquitectónica que recibieron. Si por unos segundos nos abstraemos de dónde estamos, acongoja ver un convento del siglo XVI al lado de un insulso bloque de apartamentos de los setenta, de una decrépita tienda de comestibles imposible de datar, de un rotundo edificio neoclásico, de un solar vacío, de una zafia torre de vidrio de los noventa y de un casino modernista. Así es el centro histórico de Río, pero ningún barrio de la ciudad ha quedado incólume ni ningún estilo arquitectónico se ha preservado más que otros. El resultado es ecléctico, pero de un eclecticismo no planificado, sino totalmente azaroso. Y a pesar de ello, Río sobrevive, puede decirse que indemne, a ese batiburrillo extraño gracias a que el territorio sobre el que se asienta, esos kilometros de playas aprisionadas por montes y morros que se meten hasta el mar, es tan poderoso que se sobrepone a cualquier desaguisado. Uno tiene la impresión de que, si se demoliera la ciudad entera y se volviera a construir poniendo especial empeño en afearla lo más posible, seguiría siendo Río.
Cuando se viaja a un lugar como Río, es desaconsejable dejarse llevar por el esnobismo. Hay que subir al Corcovado y al Pan de Azúcar. Las vistas, si bien complementarias, son más espectaculares en este último, aunque el primero tiene el aliciente de la mucha gente que convoca, todo un espectáculo, entre pío y cañí, con predominio de turistas brasileños. La bajada de Corcovado puede aprovecharse para llegar hasta el cercano barrio de Santa Teresa, que se llenó en la Belle Époque de aristocráticas villas y que más tarde fue refugio de la bohemia, mientras que la bajada del Pan de Azúcar brinda la ocasión de pasear por el barrio de Urca, uno de los más tranquilos y acomodados de Río. Tampoco hay que desdeñar asomarse, aunque sea por unos instantes, a la playa para contemplar el ajetreo de vendedores y de bañistas y de tiradores de cometas y de jugadores de voleibol playa, y es probable que acudir al estadio de Maracaná a ver jugar al Flamengo sea, para los más sensibles, una experiencia casi mística. No obstante, para quien esto escribe el principal atractivo de Río reside en la posibilidad de pasear por sus calles sintiendo su compleja historia en los pecios de otras épocas que han sobrevivido: vislumbrar los fastos de la época del Imperio en la iglesia de Nossa Senhora do Carmo, donde Pedro I y Pedro II fueron coronados; descubrir simbologías puede que masónicas en los castillos y grutas del misterioso parque Lage; imaginar en el Instituto Moreira Salles cómo sería la vida de una familia patricia cultivada a mediados del siglo pasado, perseguir los ecos de la bossa nova en las calles traseras del Copacabana Palace, donde estaban las boîtes en las que João Gilberto o Vinicius de Moraes cantaban a finales de los cincuenta...
03 São PauloTodo el mundo que está interesado en el viaje debería leer Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss, y, desde luego, todo el mundo que viaje a Brasil debería hacerlo al menos una vez. Tristes trópicos es el inventario intelectual de un regreso a Brasil, y, entre otras muchísimas cosas todavía vigentes que su autor señala, hay una especialmente acertada acerca de São Paulo: "Cuando llegué a São Paulo en 1935 me asombró en primer lugar no lo nuevo, sino la precocidad de los estragos del tiempo [...], me sorprendió comprobar que muchos de sus barrios tuvieran ya cincuenta años, que sin ninguna vergüenza dieran muestras de tal marchitamiento". Esa misma impresión de Levi-Strauss se tiene hoy al pasear por São Paulo y comprobar, por ejemplo, que el que era el centro financiero en los cincuenta y sesenta, donde están el espléndido Edificio Copán de Niemeyer y la Torre Italia, que en su día fue la más alta de Latinoamérica y todavía tiene las mejores vistas de la ciudad, es hoy un barrio a punto de ajarse en el que las antiguas oficinas han sido sustituidas por polvorientos comercios. El centro histórico, donde se conservan las iglesias más antiguas y donde en 1954 se construyó la catedral de la ciudad para sustituir una anterior demolida, es hoy territorio de predicadores y de desarrapados consumidores de crack de intimidante mirada. Misterios del nuevo mundo, donde el barrio con el metro cuadrado más caro puede trocar su destino en apenas diez años. En Europa sería difícilmente concebible que el centro de una ciudad se dejara morir para buscarlo en otro lugar. Pero, claro, aquí la escala es otra. La ciudad más poblada del planeta después de Tokio, el centro financiero de Brasil, por donde pasa el dinero que dan las minas de Minas Gerais así como las maderas y materias primas del Amazonas, la que se dice que por sí sola, sin el resto de los Estados brasileños, constituye la tercera economía de Latinoamérica, la verdadera rival de Río de Janeiro, que, a diferencia de esta, nunca fue capital pero que sin embargo, desde 1954, es la mayor ciudad del país, crea sus propias leyes. Vista desde el aire, es tal la densidad de la superficie construida -y no es una metáfora rebuscada sino algo en lo que coincido con otros viajeros- que las azoteas de sus edificios parecen lápidas de un superpoblado cementerio. São Paulo se desparrama en un altiplano; a diferencia de Río, sin límites geográficos. Las favelas están en la periferia, no encaramadas a los morros a la vista de todos como sucede en Río, pero la pobreza parece, en cambio, más visible. Dieciocho millones de habitantes y una poderosísima industria capaz de atraer a sus márgenes incluso a quienes no tienen sitio en ella, dan para mucho. Y, al igual que la pobreza, es visible la riqueza. Caminar a la hora en la que los oficinistas salen de trabajar por la avenida Paulista entre Constelaçao y Nove de Julho, donde se halla el moderno centro financiero, da una idea de cuánto dinero se mueve en esta ciudad. Lo mismo que los restaurantes y tiendas de lujo al sur de Rua Augusta o que los barrios residenciales que hay, un poco más abajo, llegando al bonito parque de Ibirapuera, donde se celebra la Bienal de Arte de São Paulo y donde está el Museu de Arte Moderna. São Paulo es una ciudad inabarcable, con librerías, con cines, con galerías, con vida nocturna, con servicios públicos de primera, con tiendas de absolutamente todo, con amplísimas comunidades de origen foráneo, con barrio japonés...
04 BrasiliaTras São Paulo, Brasilia parece un espejismo. El espejismo de las utopías, la muestra de que de las mejores intenciones no necesariamente se derivan los mejores resultados. Todo es perfectamente racional en Brasilia, la ciudad sin esquinas, como insistentemente te anuncian al llegar. Bioy Casares, que la visitó en 1960, cuando aún estaba en obras pero ya era la capital oficial, insinúa en Unos días en Brasil lo que hoy, cincuenta años después, parece evidente: "Aquello tiene algo del sueño de arte moderno de un funcionario imaginativo; tal vez de un demagogo imaginativo". Y los sueños, ya se sabe, son poco realistas. La idea era buena: desplazar el poder de la zona meridional, donde estaban las principales ciudades, al deprimido centro del país. La ciudad salida de los tableros de dibujo de Lucio Costa y Oscar Niemeyer, el primero como urbanista y el segundo como arquitecto de los edificios públicos, es bonita, no cabe duda: pulcra, desahogada, luminosa, llena de espléndidos jardines, rodeada de una laguna artificial con bucólicas orillas... El problema es que casi no es una ciudad, ya que carece de lo que tradicionalmente distingue a las ciudades y las hace cómodas: el barrio como entidad autónoma en la que se concentra todo lo necesario para la vida. Dividida en sectores especializados (sector educativo, sector hospitalario, sector hotelero...) y con forma de avión, Brasilia no es apta para caminantes. Y no propicia precisamente la mezcla de clases. Es cara y elitista. Dentro de la laguna viven los funcionarios que pueden permitirse los altísimos alquileres, y los trabajadores en barrios alejados que se han ido improvisando sin ningún rigor urbanístico ni arquitectónico. ¿Qué pensar de una ciudad en la que para comprar una caja de aspirinas es necesario coger el coche y que luego te brinda la absurda paradoja de obligarte a elegir entre seis o más farmacias que comparten manzana? El sueño de la razón efectivamente produce monstruos.
Mi Brasil acaba en Brasilia porque, al igual que Bioy Casares en su día, vine aquí invitado y a mis anfitriones no les pareció necesario regalarme más. El retrato resultante es, por eso, incompleto. Un verdadero Brasil a vista de pájaro no debería dejar fuera dos centros fundamentales: Salvador de Bahía, la ciudad del color, y Manaos, capital del Amazonas, la última frontera, donde se dirime gran parte del futuro económico de Brasil.
Fuente:
El País